Contraespacios y heterotopías
¿Quieres compartir tu ubicación? Insistentemente, el robot de cada página web o aplicación móvil indaga por nuestra posición geográfica. Algunos algoritmos generan “diplomáticamente” la pregunta; otros, están diseñados para rastrearla sin ambages. Se trata, en todo caso, de aplicaciones para triangular nuestra localización y nuestros movimientos como condición para perfilar comportamientos, comerciar con información personalizada y vender gustos prefabricados. O también para alimentar geografías policiales, militares y médicas, lo cual se ha exacerbado en esta época de (in)seguridades, rabias y pandemia. Al mismo tiempo, infinidad de dispositivos ópticos observan, retratan o filman desde satélites, drones, trípodes móviles y cámaras de vigilancia, generando imágenes tridimensionales en las que aparecemos, habitando nuestros lugares y con nuestras cosas, de forma más o menos nítida. Y los llamados espacios exteriores reciben ahora todo el interés del que alguna vez fueran objeto los mares, para cartografiar en detalle las superficies rugosas o gaseosas del vecindario galáctico en el que algunos esperan residir a futuro, e incluso más allá.
Podría decirse que nunca la información espacial fue tan estratégica y valiosa. Nunca la mirada panóptica imaginada por George Orwell ha estado tan omnipresente. Y nunca el pesado sueño de confeccionar mapas a escala uno a uno, ironizado también en la literatura por Lewis Carroll, Jorge Luis Borges y Umberto Eco, ha estado tan cerca de lograrse. Mediante pantallas, cámaras y realidades aumentadas estas cartas tan detalladas cubren buena parte de las superficies sublunares, sin llegar, por ahora, a ocultar completamente la luz del sol. Pero no es que, por fin, se esté armando un mapa único del universo y sus partes, como quisieran viejos y nuevos espíritus enciclopédicos. Se trata más bien de que el asunto de la cartografía, exclusivo hasta hace menos de un siglo de selectos sacerdotes, navegantes, militares, ingenieros y dibujantes, es ahora cuestión de casi todos los seres humanos y de dispositivos no humanos. Desde los esotéricos contenedores de pensamiento y tecnología se han derramado múltiples y distintas miradas, posiciones, sistemas de referencia e intenciones que generan infinidad de mapas. Pero también han aparecido los contramapas, en los que las líneas, puntos, leyendas y colores de las cartografías no siempre coinciden y, a menudo, riñen entre sí, pero que, además, expresan la postura de algunos que no quieren figurar en unos u otros mapas o se resisten a ello.
La noción de contramapas, acotada en la literatura académica y política desde finales del siglo xx,3 puede entenderse como parte de aquello que Henri Lefebvre 4 denominaba las contradicciones del espacio, es decir, los conflictos entre las fuerzas y los intereses sociopolíticos, cuyos efectos son solo posibles al tener lugar en el espacio. No se trata simplemente de que las contradicciones se expresan en los espacios, sino más bien de que su espacialidad es una de las condiciones de posibilidad para que se generen los conflictos, lo que es consecuente con la propuesta fundamental del pensador francés acerca del espacio como producto y productor de lo social. Los contraespacios remiten tanto a la persistencia o resistencia de las diferencias frente a los procesos de homogeneización desatados por intereses hegemónicos, como al diseño y ejecución de contraplanes y contraproyectos alternativos. Decía Lefebvre: “Las diferencias se mantienen o comienzan en los márgenes de la homogeneización, sea como resistencias, sea como exterioridades (lo lateral, lo heterotópico, lo heterológico). Lo diferente es en primer término lo excluido: las periferias, las barriadas de chabolas, los espacios de juegos prohibidos, de las guerras y de las guerrillas. Tarde o temprano, sin embargo, la centralidad existente y las potencias homogeneizantes tienden a absorber las diferencias, lo que logran si estas permanecen a la defensiva y no pasan al contraataque”.5 En este sentido, los contramapas corresponderían tanto a aquellas prácticas cartográficas que resisten, como a aquellas otras que incluso desafían la hegemonía de ciertos modos de ordenamiento y control desplegados en los mapas. Pero, además, los contramapas serían también una suerte de antimapas, en cuanto resistencia y oposición a ser mapeado.
Los matices que permitirían captar un concepto de contramapa afiliado a la idea de contraespacio se enriquecen al retomar lo que Michel Foucault denominó heterotopías: ese “tipo de utopías efectivamente realizadas en las que las localizaciones reales, todas las demás localizaciones reales que se pueden encontrar al interior de la cultura, están simultáneamente representadas, controvertidas e invertidas, tipos de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque en realidad son localizables”.6 Se trata de “utopías situadas”, “lugares reales fuera de todo lugar”, “espacios absolutamente otros” que pueden ser ubicados en los mapas y que al autor asimila a contraespacios (contre-emplacements) y extensivamente a contratiempos.7 Como ejemplo de heterotopías, menciona, entre otros: jardines, cementerios, asilos, burdeles, moteles, prisiones, clínicas psiquiátricas, colonias, teatros, bibliotecas, museos, ferias, fiestas y navíos. En toda esta variopinta serie de contraespacios se yuxtaponen, invierten, neutralizan y contradicen, en mayor o menor grado, los espacios y tiempos predominantes en una sociedad. Heterotopías y heterocronías que pueden corresponder a espacios de ilusión o de realidad.
Para tratar de exponer cómo operan las heterotopías, se vale Foucault de la figura del espejo, por lo menos en dos sentidos: primero, aunque este es real y localizable, los espacios que refleja no están, más que de manera virtual, en el lugar del espejo; segundo, aunque se supone que el espejo reproduce una imagen fiel de la realidad, también interroga esa realidad, toda vez que refleja al sujeto que mira, introduciendo en el espacio de la representación la perspectiva humana. 8 En la perspectiva más amplia de una arqueología del saber, la figura del espejo aparece en donde se analiza la crisis de la episteme clásica de la representación. El espejo situado en el centro de Las meninas de Velásquez no refleja nada de lo que está en el cuadro, incorpora más bien lo que está ausente del espacio representado (el que pinta, los personajes que son retratados o el espectador). El espejo “[...] atraviesa todo el campo de la representación, desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye la visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada”.9 Su poder consiste en transformar sutilmente, y con ello contrariar desde adentro, el juego ingenuo de duplicación fiel y transparente, inherente a la operación clásica de la representación: “El espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la vez al espacio representado en el cuadro y a su naturaleza de representación; permite ver, en el centro de la tela, lo que por el cuadro es dos veces invisible”.10
En este sentido, además de lugares como el espejo y la larga serie de ejemplos que pone Foucault, las heterotopías remiten también a aproximaciones críticas de los regímenes modernos de la representación. Por lo tanto, y sumado a lo planteado por Lefebvre, podemos afiliar los contramapas a esta serie de heterotopías o de contraespacios en por lo menos tres sentidos, que no son necesariamente independientes: 1) en la medida en que conforman cartografías alternativas, resistentes o combatientes; 2) en cuanto antimapas, es decir, se niegan a hacer parte de determinados mapas, sin que medien necesariamente prácticas cartográficas, y 3) como aproximaciones críticas a las cartografías y a los mapas.
Ahora bien, al tratar de comprender mejor el alcance conceptual y político de los contramapas, resulta necesario precisar lo que podría entenderse por mapa y por las prácticas cartográficas que le son inherentes. Para el efecto, no resulta conveniente partir de concepciones generalizantes que, al emplear metáforas más o menos difusas, llegan a plantear mapas de prácticamente todo: mentales, conceptuales, de actores, culturales, etc. A menudo, estas ideas solo aprovechan el poder de la idea del mapa como una representación gráfica o esquemática de diferentes ámbitos de una realidad que les antecede. Pero, incluso si nos restringiéramos al sentido algo más preciso de los mapas como representaciones geográficas, emergen múltiples llamados de atención por cuenta de enunciados recientes que plantean la agencia, performatividad, relativa autonomía y límite de los mapas.
Resulta ilustrativo explorar brevemente la conocida pregunta de si el mapa es o no el territorio.11Desde una perspectiva convencional de la cartografía, un buen mapa es un modelo gráfico que aspira a representar con la mayor precisión posible determinados rasgos y patrones del espacio geográfico, valiéndose de un repertorio de procedimientos que se valoran como producto de un proceso histórico de perfeccionamiento: definición de coordenadas, manejo de escalas, aplicación de proyecciones y empleo de símbolos.12 Además de una valoración teleológica de la cartografía, opera en esta perspectiva una ontología representacional según la cual las realidades geográficas (genéricamente el territorio) anteceden a los mapas. Conjugando varias de las acepciones que han hecho parte de la etimología de la representación,13 puede decirse que los mapas pretenden poner en presente (re-presentan) algo que les antecede, valiéndose de figuras o abstracciones que aspiran a ponerse en el lugar de esas antecedencias. Para lograrlo, deben contar con procedimientos de mimesis, correspondencia o semejanza, lo cual se hace elocuente en el empleo de la palabra inglesa misrepresentation, para referirse a la desfiguración, tergiversación o falsificación de algo.
No parece justo ni adecuado calificar las cartografías convencionales producidas en los últimos dos siglos como ejemplos de una ontología representacional propia de la época clásica. Íntimamente, los cartógrafos saben que sus mapas no son reflejos fieles de la realidad, que son a lo sumo aproximaciones, cuando no simplificaciones que incluso pueden tergiversar esa realidad. Pero a la vez es necesario reconocer que en estas prácticas cartográficas funciona una intención de correspondencia que, queriendo compensar la crisis del régimen de representación, se vale de una retórica de la precisión con efectos persuasivos. Así, el mapa participa del lenguaje positivo de la ciencia, que quiere convertirse en el “reflejo exacto, el doble meticuloso, el espejo límpido de un conocimiento que no es verbal”.14
Estas aristas del sentido y la intención de representación permiten comprender por qué los mapas tienen potencialmente una alta eficacia simbólica a la hora de naturalizar, de hacer aparecer como dadas las realidades que les anteceden y en lugar de las cuales se presentan. Ello se devela con frecuencia en aproximaciones críticas que deconstruyen los mapas como condición de posibilidad para hacer visibles las intencionalidades políticas o ideológicas que hay detrás de su elaboración y uso.15 Pero ello no lleva necesariamente a romper con los ecos de la ontología representacional. Decir que los mapas pueden tergiversar, acomodar e incluso mentir sobre la realidad16 supone que sería posible crear mapas menos tendenciosos, o, en todo caso, que habría unas realidades –desde estas perspectivas críticas, realidades sobre todo sociales– que anteceden a las prácticas cartográficas, de las cuales los mapas serían reflejos más o menos distorsionados.
Es así como en ambas aproximaciones prevalece la idea del mapa como representación, lo que confina a la cartografía a ser un “reflejo” de realidades que le anteceden ontológica e históricamente: de una realidad física, que es inherente a una concepción del territorio como entidad dada y natural, en el primer caso; o de una idea o intencionalidad política, que es subsidiaria de una concepción del territorio como construcción social o cultural, en el segundo. La primera forma de aproximación hizo carrera por lo menos desde el siglo xix y, pese a los nutridos debates de las últimas décadas en torno al espacio, la geografía y la cartografía, aún sigue vigente en la mayoría de las percepciones y experiencias espaciales contemporáneas. La segunda suele ser considerada como una conquista del pensamiento social, tempranamente por la geografía cultural o humana, y, más recientemente, por aquellos planteamientos que enfatizan en la dimensión simbólica o significativa del espacio y el territorio. En varias de las propuestas que en los últimos años han hecho posible una lectura crítica y “densa” de los mapas, el lado “natural” de esta ontología representacional ha sido reemplazado por el lado “social” o humano, siendo los factores simbólicos, discursivos e ideológicos los que en realidad estaría representando el mapa. Es decir, se ha desnaturalizado el lado “natural” del mapa, proponiendo en su lugar una cierta reificación de lo social. Así es como los planteamientos sobre la cartografía como “construcción social” frecuentemente han puesto el acento en metáforas del mapa como elemento de comunicación, texto, discurso o sistema de significaciones.17
En esta operación, el mapa suele ser valorado sobre todo como expresión o medio, no poniendo suficientemente de relieve su capacidad de agencia y relativa autonomía o negándola. Cuando se advierte otro matiz de la etimología de la representación de carácter expresamente político como es la capacidad de presentarse en lugar de alguien o por algunos,18 va emergiendo una agencia (oculta) de los mapas como algo más que reflejos o expresiones de las realidades naturales o sociales que les anteceden. De forma velada, esta dimensión política siempre ha estado presente, pues los mapas se ofrecen como representantes del espacio y pretenden “hablar” por las cosas del mundo y, en tal sentido, ejercen poder.
Pero el énfasis puesto en el lado social de esta representación política, en donde lo social es entendido tradicionalmente como perteneciente al ámbito de lo humano, sumado a la frecuencia con la cual se han venido tratando los mapas como extensión del lenguaje o el discurso, ha llevado a una cierta antropomorfización de los mapas y, en general, de los espacios, incluyendo por supuesto los territorios. Esta perspectiva minimiza, cuando no oculta, la pregunta por la participación de agentes no humanos y los factores no representacionales en la manera en que se van conformando y trabajan los mapas, advertencia que ha llevado recientemente a críticas más o menos severas al logocentrismo que prevalece en las aproximaciones conceptuales al mapa. Se trata de analizar crítica y reflexivamente la centralidad de lo simbólico, lo discursivo y lo textual como un a priori que permitiría establecer lo que son las prácticas cartográficas y lo que, en última instancia, representan los mapas, abriendo con ello perspectivas “no-representacionales”, “post-representacionales” o “más que representacionales”.19 No se trata simplemente de negar la dimensión representacional, es necesario incorporar, dentro de los factores que permiten comprender los mapas y la cartografía, prácticas y procesos que escapan total o parcialmente al comportamiento de las prácticas discursivas.
Estas aproximaciones abren un horizonte muy amplio de comprensión de los mapas, en el cual los límites entre lo representacional y lo no representacional, lo puramente natural o lo puramente social, lo científico y lo político se difuminan, obligando nuevamente a un estudio detenido de lo que son los procesos y prácticas específicas de producción de cartografías. En esa dirección, deben ponerse, por lo menos en suspenso, las “ontologías seguras” desde las cuales se han venido planteando cosas como que los mapas son o no el territorio. Por ejemplo, si el territorio –que por lo demás se ha vuelto un lugar común en ciertos discursos académicos y políticos, reduciendo y simplificando la diversidad de formaciones espaciales– se entiende como una producción en la que intervienen actores humanos y no humanos, entonces lo que el mapa aspira a representar científica y políticamente no es solo el lado “natural” o “social” del espacio. La deconstrucción de las cartografías no puede entonces limitarse a identificar cómo los mapas mienten en nombre de los humanos, o cómo son el reflejo de las intenciones políticas de ellos. Como los mapas no son unos intermediarios neutrales, sino más bien unos traductores, entonces no es adecuado considerarlos como simples expresiones o manifestaciones de algo que les antecede; son agentes con cierta autonomía. El hecho de que haya mapas o no haya mapas, si aparecemos o no aparecemos en estos, puede hacer una diferencia enorme en determinadas intervenciones científicas y políticas del mundo, o en la manera en que el mundo afecta a las sociedades humanas.
Pero, aun cuando los mapas resultan en muchos casos imprescindibles y tienen efectos de poder, tampoco resulta muy convincente la idea de que anticipan a los territorios, una potencialidad que algunos autores celebran excesivamente tras descubrir la agencia de las cartografías. Dice John Pickles: “los mapas y el mapeamiento preceden al territorio que ‘representan’”,20 por lo cual, en última instancia, “no simplemente representan el territorio sino que lo producen”.21 Aun cuando trazar en un mapa un límite, un proyecto de infraestructura o una región puede ser una cuestión necesaria para que tales entidades lleguen a producirse, seguramente no son condiciones suficientes. Por ello, sería conveniente considerar los mapas como unas formas muy específicas de la producción espacial (en el sentido dado al término por Lefebvre22), cuyos procesos de conformación y sus efectos solo es posible comprender al advertir cómo se articulan, complementan o entran en tensión con otras formaciones espaciales, como por ejemplo los territorios, las materialidades, los lugares, los paisajes y los cuerpos, entre otras.
Bitácora
Tomando en consideración la creciente preponderancia de las cartografías en los tiempos que corren, y advirtiendo los debates implícitos o explícitos acerca del poder de los mapas y los contramapas, el presente libro se compone de ensayos reflexivos que tienen como uno de sus antecedentes fundamentales el Seminario Cartografías, Nuevos Mapas y Contramapas realizado en 2016 en la Universidad de Antioquia, en Medellín. Sin embargo, no puede decirse que esta colección se agote en la categoría de memorias de un evento académico. Aquel seminario, en el que participaron algunos de los autores que confluyen en este libro, se dedicó a la exploración de diferentes aproximaciones conceptuales y de las prácticas históricas y contemporáneas de la cartografía, siendo los textos aquí reunidos el resultado de una elaboración reflexiva efectuada a posteriori. Más ampliamente, tanto ese evento académico, como el presente libro hacen parte de caminos abiertos por la Red de Estudios Socioespaciales (rese), una iniciativa de diálogo y generación de nuevos conocimientos sobre lo espacial, que comenzó en 2004 y cuyos resultados se han publicado previamente en una serie de libros a los que se quiere sumar el presente.23
Este compendio de ensayos profundiza en los debates atinentes a las relaciones entre espacio y poder presentes en los mapas y los contramapas a partir de los abordajes específicos de los autores, cuyas reflexiones discurren por temporalidades diversas y por múltiples localizaciones, lo cual incita a los lectores a comprender el carácter multisituado de las prácticas cartográficas y a mirar críticamente su condición activa en la producción de las espacialidades. En atención a las aperturas conceptuales de los ensayos que componen este libro, les hemos agrupado en dos apartados que observan criterios temáticos y alternativas metodológicas colindantes, o que plantean contrastes pertinentes sobre asuntos comunes. El primero de los apartados, denominado “Historicidad de los mapas”, recoge la posibilidad de hacer un examen desde el presente a las condiciones que a lo largo de la historia hicieron de las cartografías elementos constitutivos de relaciones geopolíticas que espacializan de manera concreta el “poder de los mapas”. El recurso a la historicidad como eje analítico en este apartado sirve para advertir que los cuatro ensayos que lo componen sitúan y analizan la manera como han surgido los mapas, las tradiciones disciplinares que los han determinado, las prácticas de gobierno que los agencian, y sus implicaciones en ordenamientos espaciales determinados y determinantes de mecanismos de poder. Según lo refiere Lidia Girola, la historicidad implica una dimensión sincrónica y una dimensión diacrónica, de modo que “[...] todo proceso de ‘historizar’ un concepto es un ejercicio de comprensión, un ejercicio hermenéutico y un ejercicio de traducción”.24 En consecuencia, la propuesta analítica sobre la que se estructura este apartado no pretende únicamente situar a los mapas en la época y en los espacios en que fueron producidos, sino comprender los modos en que han incidido en la configuración actual de dichos espacios.
En el primer artículo del apartado, titulado “Voluntad de imperio: la mirada cartográfica exterior de los Estados fascistas y corporativos de la Europa meridional en el siglo xx”, el profesor Heriberto Cairo Carou ofrece una reflexión sobre la relación entre los mapas y la propaganda, en el caso de tres Estados fascistas de Europa: Portugal, España e Italia en la década de 1930. Su análisis muestra cómo estos Estados, semiperiféricos en el sistema de potencias mundiales de la época, apuntalaron su condición o su voluntad imperial en representaciones espaciales/cartográficas que reforzaban una idea engrandecida de nación. Los casos descritos por el autor sitúan al lector ante un valioso debate sobre la intencionalidad geopolítica de despertar “conciencia geográfica”, utilizando los mapas como vehículo de propaganda, además, ani- man una reflexión sobre el carácter pretendidamente objetivo y neutral de la representación cartográfica.
El artículo siguiente, escrito por el profesor Carlo Emilio Piazzini Suárez,lleva como título “Espacio, tiempo y poder en los mapas: cartografías de Panamá y Colombia”. Piazzini Suárez propone una reflexión sobre el papel de los mapas en la producción de espacio y tiempo, partiendo de analizar la que identifica como una “espacialidad compleja”, correspondiente a la zona limítrofe entre Colombia y Panamá en un período comprendido entre los siglos xix y xx. El autor se apoya en una prolífica revisión cartográfica y analiza cuatro asuntos fundamentales: “las memorias geográficas, las prefiguraciones, los planos de futuro, y las geopolíticas y cronopolíticas”, develando las gramáticas temporales y las “ambiciones territoriales” de los mapas de ambas repúblicas, así como su imaginación geográfica y su poder para incidir en la producción de verdad oficial, geográfica e histórica.
El tercer artículo de este apartado, elaborado por el profesor Luis Fernan- do González Escobar, se denomina “Conflictos de límites y el uso de la ‘cartografía histórica’: el caso de Belén de Bajirá desde la mirada antioqueña”. Está dedicado a la revisión de una disputa limítrofe interior en Colombia entre los departamentos de Antioquia y Chocó, que han puesto en cuestión la propiedad y adscripción de una extensa área de colonización y de poblamiento afrodescendiente en el curso medio del río Atrato. Según muestra el autor, la publicación del mapa realizado por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, en el año 2017, avivó la polémica y, lejos de su pretensión de servir como elemento definitivo de resolución del diferendo limítrofe, potenció el debate entre dos modelos de apropiación y desarrollo territorial que colisionan en la zona en disputa. Apoyado en evidencias presentes en las cartografías producidas en diferentes épocas por cada uno de los Gobiernos departamentales, el profesor González Escobar llevará al lector a la interrogación de la “verdad” –que pretende ser incontestable– de los estudios de cartografía histórica.
En el último artículo de este apartado, titulado “Los mapas del hambre: los wayuu de La Guajira colombiana en la intersección de las geografías de la riqueza y de la exclusión”, la profesora Claudia Puerta Silva analiza la forma en la cual los mapas incluidos como representaciones gráficas en la prensa colombiana de los años 2014 y 2015 han incidido en la producción de la imaginación geográfica de la región de La Guajira, situada al norte de Colombia, en frontera con Venezuela, la cual ha sido secularmente marcada por la tensión entre la riqueza en recursos naturales y la exclusión étnica y social. Según muestra la autora, las cartografías incluidas en la prensa desde los años 70 del siglo xx han movilizado unas relaciones asimétricas de poder de la sociedad mayoritaria con el pueblo indígena wayuu, obliterando de manera intencionada la imaginación geográfica ancestral. Apoyada en el contraste entre las representaciones “prolíficas” de la riqueza natural de La Guajira con las de su supuestamente “inquietante” pobreza cultural, la profesora Puerta Silva alerta a los lectores sobre las relaciones de poder agenciadas por las representaciones cartográficas que inscriben la producción de riqueza como la condición preponderante del presente, mientras que sitúan en una temporalidad ya superada el “atraso” del pueblo indígena wayuu.
El segundo apartado del presente libro lo hemos denominado “Cartografías sociales”, apelando a las maneras diferenciadas y localizadas en las cuales la producción de mapas concita colectivos sociales diversos, sirve como plataforma para la interacción social y deriva de la acción colectiva de mapear algunas modificaciones del espacio habitado. La categoría de cartografía social como eje analítico para este apartado se relaciona con la reflexión propuesta por Vladimir Montoya Arango: “Se trata entonces de mapas cuyo principio es la afirmación de la autonomía y, por lo tanto, se articulan desde la diferencia y se reconocen militantes mientras contestan el poder de las estrategias de dominación con las cuales los territorios de los habitantes originarios intentan ser ocupados, modificados o expoliados”.25Pero, además, la pertinencia de la categoría de cartografía social deriva de la condición de los mapas de productos intencionados políticamente, y de su capacidad y potencia como artefactos de (co)modificación de los espacios, las personas, los agentes no humanos y las relaciones entre ellos. En consecuencia, asumimos el carácter “social” de la cartografía tanto desde los procesos de producción que involucran a colectivos diversos, como desde su aporte a la gestación de relaciones socioespaciales novedosas.
En el primer capítulo del apartado, titulado “Cartografías otras: del impulso para mapear en la conciencia humana”, el profesor Ulrich Oslender propone una aproximación a la cartografía como un “hecho social”, esto es, como una práctica social de vieja data que ha estado presente en culturas diversas. Transitando por las prácticas del mapeo en Australia, Colombia y Palestina, el profesor Oslender animará al lector a contrastar las representaciones cartográficas de matriz eurocéntrica con las que él denomina como “cartografías otras”, consistentes en formas alternativas de mapear prácticas espaciales de movilidad. La invitación del autor es a interrogar las verdades instaladas en la conciencia colectiva mediante las representaciones cartográficas.
El segundo artículo de este apartado se titula “Cartografía social y/o contra-mapeamiento: una mirada desde la experiencia de defensa territorial de las comunidades negras en el río Atrato, Colombia”, aporte de los profesores Vladimir Montoya Arango y Andrés García Sánchez, en el cual analizan la producción de mapas en procesos de movilización social para la defensa de los territorios étnicos, y la incidencia en el ordenamiento espacial y la gestión ambiental en el río Atrato, departamento del Chocó, Colombia. Los autores exploran cómo, en la literatura del “mundo anglosajón”, los ejercicios de producción de autorrepresentaciones cartográficas, propias de los pueblos indígenas, llevaron a la idea de contra-mapeamiento, mientras que en la literatura latinoamericana ha tomado fuerza la idea de cartografía social. Tras la descripción de casos de producción de mapas en el sureste de Asia, África, Norteamérica y Latinoamérica, así como apoyados en la descripción en profundidad del uso de los mapas en el río Atrato en Colombia, los autores invitan a reflexionar sobre las representaciones espaciales propias, como resultado de los sistemas de conocimientos mediante los que las comunidades locales han producido, significado y transformado los espacios habitados. Según muestran, estos mapeamientos constituyen potentes argumentos para la reivindicación de las territorialidades étnicas y las identidades colectivas.
El siguiente artículo, titulado “Ordenamiento territorial como estrategia de resistencia, administración y gobernanza en el territorio del Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato (cocomacia)”, presenta la reflexión del líder afrodescendiente Willinton Murillo Quinto sobre la trayectoria de incorporación de la cartografía social en los procesos de movilización y acción colectiva de defensa del territorio de las comunidades negras del río Atrato, en los departamentos de Antioquia y Chocó, Colombia. Se trata en este caso de un ensayo escrito desde el interior de la experiencia de movilización por uno de los líderes partícipes del proceso organizativo. El relato describe cómo se ha incorporado, en las prácticas de organización social para la defensa de los espacios secularmente habitados, la confección de mapas desde el territorio y con la gente que lo habita, dibujando los mapas mientras se recorren los lugares, reconstruyendo las denominaciones apoyados en los saberes locales y en la memoria colectiva. Según refiere Murillo Quinto utilizando un lenguaje propio de su experiencia en el proceso de movilización étnica, este modo de autorrepresentar el territorio interpela la idea de los mapas como una “mirada desde afuera”, promoviendo un modo de producir las cartografías “desde” y “hasta” muy adentro de los territorios.
El cuarto artículo de este apartado se titula “Reflexiones sobre las formas de intervención cartográfica y los usos del reconocimiento”, autoría del profesor José Exequiel Basini Rodríguez, quien revisa las experiencias de producción de nuevas cartografías entre pueblos tradicionales de la Amazonía brasilera, en las cuales es posible evidenciar metodologías que cuestionan la lógica espaciotemporal colonial dominante. El autor muestra cómo en estas nuevas cartografías se propicia la visibilización de las compresiones indígenas sobre conceptos espaciales propios de la sociedad mayoritaria, tales como territorio o movilidad. Con ello, Basini Rodríguez promueve la reflexión sobre la división artificiosa entre investigación e intervención social, e invita a reflexionar sobre el carácter instrumental que puede darse al reconocimiento del “otro”, aún en procesos de cartografía social que se autodenominen emancipatorios. Esta perspectiva crítica de las metodologías de intervención social aproximará a los lectores a una mirada propositiva sobre el sentido del reconocimiento, y sobre los intereses y las agencias involucradas en la práctica de mapear.
El artículo final del segundo apartado, y con el que se cierra el presente libro, se titula “Tramador: una cartografía relacional a propósito del proceso de paz en Colombia”, cuyos autores son los artistas y profesores universitarios Astrid Yohana Parra y Gabriel Mario Vélez, quienes exponen la metodología desplegada en 2016 en el marco del Seminario Cartografías, Nuevos Mapas y Contramapas, para la construcción de manera colectiva de una “cartografía en pos del futuro” del Acuerdo de Paz entre el Gobierno nacional de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP. El ensayo describe un ejercicio que invitó a los asistentes a dicho evento a reflexionar sobre la producción de la obra artística. No se trató de la mera “instalación” o “exposición” de mapas producidos con antelación, sino de un “acto performativo” en el que se vinculó a las personas desde sus emocionalidades, memorias y aspiraciones, en una interacción entre las prácticas artísticas y la producción cartográfica. Con esta realización conjunta de una obra artística en la que participaron muchas manos, cuerpos, memorias y voces, los autores posicionan un proceso de mapeamiento que postula una metodología novedosa y que conduce a la reflexión sobre las “cartografías de otro modo”.
Tal y como deja ver la presente bitácora, estamos frente a una obra que reúne una serie muy diversa de aproximaciones a los mapas y los contramapas, todas estas efectuadas desde situaciones, experiencias y enfoques diferentes, pero que poseen en común la reflexividad y la preocupación por comprender los matices de las relaciones históricas y contemporáneas entre las cartografías y los poderes. Con ello, el presente libro quiere ofrecer a los lectores elementos conceptuales y argumentos analíticos que les permitan evaluar críticamente las acciones encaminadas a generar nuevos mapas, a contrariar los ya existentes o a resistir aparecer en estos.
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6. Michel Foucalt “Des espaces autres”, in Dits et écrits 1954-1988, tome IV (Paris: Gallimard,
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Veintiuno Editores, 1985), 17. 10. Foucault, Las palabras y las cosas, 18. 11. En 1933, el semiólogo Alfred Korzybski, a propósito de la capacidad humana de abstracción y comunicación, planteaba que “el mapa no es el territorio que representa, pero si es correcto, posee
una estructura similar a la del territorio, lo que explica su utilidad. Si el mapa fuera idealmente
correcto, incluiría, en una escala reducida, el mapa del mapa; el mapa del mapa del mapa, y así,
infinitamente”. Alfred Korzybski, Science and Sanity. An Introduction to Non-Aristotelian Systems
and General Semantics (New York: Institute of General Semantics, 1933), 58 (cursiva en el original). Korzybski se valía del ejemplo del mapa para examinar el problema de correspondencia
entre las palabras y más ampliamente los símbolos, y el mundo que estos buscan representar.
12. Erwin Raisz, General Cartography (New York: McGraw-Hill, 1938); Arthur H. Robinson, Elements
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